El siena de algunas
tierras esperando el agua pluvial: los cerros duros, de vegetación espinosa,
coronados de piedras y cardos como guerreros guaiqueries y, por contaste, la
suma dulzura y verdor de otros valles-oasis (San Juan, el Espíritu Santo), con
sus cocales, lechosos y nísperos y su
muy florido pañuelo de frutos menores; el mosaico liquido de la A restinga,
aladinesco brazo de mar donde la vegetación, el agua y la luz ensayan todos los
colores, y el mar, siempre el mar cabrilleante, vestido cada día de nuevas
turquesas y cobaltos, fijan la variedad y policromía de Margarita entre todas
las regiones venezolanas. Tan extraordinario microcosmos geográfico se llamo así
porque era un viajo nombre hispánico para las perlas y porque la primera
ocupación del territorio insular coincidió con las solemnes bodas de la
princesa Margarita de Austria, hipotética heredera del milenario y fabuloso
imperio de Carlomagno, con el príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos.
La bella princesa, educada en la suntuosa Flandes, agregaba a los brocados y
encajes de su ajuar aquellas “Margaritas” enormes, de tan pulido y espejeante
oriente que llevaron a Sevilla las naos de Pedro Alonso Niño y de Cristóbal
Guerra. Era época de sorpresas y maravillamientos “Grandes nuevas se publican
por España y Portugal”, decía el deleitoso romancero del siglo XVI, y entre
otras cosas que a la inmensa joyería cósmica de la corona española se agregaba
esta irisada perla indiana el mar pintor y escultor modelo los más brillantes nácares.
Duro
rescate de perlas de aquellos agiles indios que en sus delgados cayucos
salieron ya al encuentro de don Cristóbal Colon, cuando buscaba bajo los
primeros cielos y aires de Venezuela el sitio balsámico en que debió
localizarse el Paraíso terrenal, es la obertura histórica de Margarita. Disputa
la isla con su vecina Cubagua la primicia de un dorado perlífero. Muchos de los
aventureros españoles— que antes de la conquista de México se aburrían en Santo
Domingo u otras Antillas engordando cerdos y preparando casabe para las
expediciones de rescate—vienen a Margarita, donde, según la expresión popular,
las perlas brotaban como garbanzos. ¡Y cuanta joya margariteña decoro los rojos
y negros terciopelos de la nobleza; las grandes arracadas de aquel linaje de
armiños y coronas, de principados, ducados, archiducados y virreinatos:
Flandes! Lombardía, Borgoña, Austria, Nápoles, Alemania, Satélites del imperio
de Calos V!
Pero el margariteño, el gualqueri—nombre
de la raza aborigen— no era precisamente un indio triste, sumiso y ensimismado
como el de otras tierras americanas. Sus músculos estaban impregnados de yodo;
sus piernas andaban mas agiles que sus remos. De sus abuelos caribes habían
aprendido el manejo de dos instrumentos de dominio como la flecha y la canoa.
Ya Colon —apresurado turista que pasa por esa costa— encomia la belleza y vigor
de los cuerpos y hasta la tez, que parecía mas clara que en otras partes de
Indias. Hacia 1530, Marcelo de Villalobos, oidor de la isla española, levanta
en Margarita la primera fortaleza y poco tiempo después la iglesia franciscana
que, profanada por los tiempos, aun yergue sus contrafuertes y medieval
espadaña sobre tortuosas callejuelas de La Asunción. El trabajo de la pesca de
perlas hecha por los indios bajo el látigo de broncos mayorales españoles era
singularmente cruel, y Bartolomé de las casas dejo sobre ella una estampa
patética en su Historia de Indias. “Llevan los —dice el buen fraile— en canoas
que son unos barquillos y va con ellos un verdugo que los manda, Llegados a la
mar alta, a tres y cuatro estadios de hondo, mandan que se echen al agua; zambullese
y van hasta el suelo y allí cogen las ostras que tienen perlas e hinchan de
ellas una redecilla que llevan ceñido, y con ellas o sin ellas suben arriba a
resollar. Si tardan en resollar darles priesa el verdugo que se torne a
zambullir, y a las veces les dan de varazos. Están en esto todo el dia desde
que sale el sol hasta que te pone. La comida es algún pescado y el que tienen
las mismas ostras donde están las perlas, y el pan casabe y el hecho de maíz.
Las camas que les dan a la noche son el suelo con unas hojas o hierbas, y los
pies en el cepo para que no se les vayan. Algunas veces se zambullen y no
tornan jamás y por no poder resollar, o porque algunas bestias marinas los
matan o tragan”. Es decir, las perlas que habían sido para los indios sencilla
diversión suntuaria se les trueca en esclavitud económica cuando adelantados y
tratantes deben abastecer con esos nacares del Nuevo Mundo la creciente
exigencia de lujo y comercio de la Europa renacentista. Y las mujeres de
Tiziano y de Rubens, venecianas y flamencas, y las princesas de Van Dyck llevan
por eso collares y gargantillas cuyo roció y espuma congelada lo extrajeron de
su estuche de meleagrina los angustiados indígenas de que habla el padre Las
Casas.
Pero también los españoles —como lo
cuenta su enorme cronicón rimado Juan de Castellanos—habrán de sentir la
belleza y apacible regazo de los valles tibios donde la fruta tropical es tan
fresca y acendra tan maravilloso azúcar. Después de la inicial tarea de
despojo, el conquistador comienza a ser conquistado por la tierra. Del gran
cuadro de guerras, aventuras y expediciones de Juan de Castellanos surgen unas
páginas idílicas en que cuenta los años de paz, jubilosos coloquios y canciones
de los vecinos de Margarita antes de que viniera a desconcertarlos la diabólica
aparición del tirano Aguirre. Entre los pobladores había poetas y vihuelistas
como Bartolomé Fernández de Virues, Jorge de Herrera, Fernán Mateos y Diego
Miranda que entretienen sus reuniones campestres evocando los romances y
villancicos de España e improvisando otros:
Pasaban,
pues la vida dulcemente
todos estos soldados y vecinos
donde la fresca sombra y dulce frente
al corriente licor abre camino.
En el van San Juan principalmente
Eran los
regocijos más continos
Y a sombra de la ceiba deleitosa
Admirable de grande y hermosa.
La boca adolescente de Juan de Castellanos se solaza en
su libro con los sabores nuevos del trópico margariteño. Antes de Andrés Bello
y los poetas nativistas encomio las guanábanas, anones, piñas, cotoperises,
pitahayas, guayabas y mameyes que ofrecían sus vallecitos y oasis. Y con el
elogio a los peces del Caribe hecho ya por Fernández de Oviedo y Bartolomé de
las Casa, parece completarse aquella cornucopia de bienes naturales, aquella
“mesa de reyes” que hallaba en el apacible territorio insular el soldado-poeta.
También había en la raza —en el canoero y
flechero guaiquerì y en el mestizo— un ímpetu creador, un gusto del riesgo, la
acción y la aventura que fija muy tempranamente la psicología del margariteño
entre todas las comunidades venezolanas. De soldado español y cacica indígena
había nacido en plena conquista aquel primer gran caudillo mestizo que se llamo
Francisco Fajardo. Pudo convertirse, mas que los gobernadores provistos de
Reales Cedulas que enviaron Carlos V y Felipe II, en verdadero arbitro de la
tierra, si no le asesinara con engaño y alevosía el cruel Alonso Cobos. En sus
proezas de guerrero anfibio, de hombre de mar y de tierra firme, de negociador
y colonizados, en el sutil calculo e inteligencia con que este jefe genial
asciende de su menospreciada condición a imponer sus puntos de vista a las
autoridades peninsulares, se ejemplariza ya las mas viriles virtudes
venezolanas y margariteñas. Con tres siglos de anticipación parece Fajardo un
precursor de los héroes de Matasiete de los invencioneros, veloces y osadísimos
“neo-espartanos” que burlan a la empavesada flota de Morillo y a los veteranos
ejércitos de Bailen.
Junto al hombre, en paz y en guerra,
comparece también la ternura y energía de la mujer margariteña. Al lado de
Fajardo estarán siempre los consejos y hábil diplomacia de su madre, la cacica
Isabel Charayma, como el heroísmo casi infernal de Arismendi se completa y
sublima en la estoica resistencia de Luisa Cáceres. Nunca hubo en Margarita
sitio para la mujer indolente y ociosa. Como singular supervivencia de quien
sabe que matriarcado prehistórico, cuando el hombre margariteño rapta a la
hembra, acude, para santificar las nupcias, a pedir que su madre bendiga la
compañera, en ceremonia que suela preceder a la del matrimonio eclesiástico. Y
la misma mano maternal se yergue para desear buenos augurios a la goleta que se
lanza al Océano y al grupo de muchachos esforzados a quienes la alta densidad
demográfica de la isla y la esperanza de mejor fortuna envían a trabajar y
poblar en las húmedas tierras del Delta del Orinoco o en las petroleras del
Zulia y del Oriente.
Semejantes a aquellos griegos de las
islas, de safiadores —como decían las inscripciones egipcias— de la “gran
verde”, los margariteños expedicionan, pueblan y colonizan en todos los
rincones de Venezuela. Hubo algunos que después de servir de buzos en la costa
colombiana y en Manta, Ecuador, navegaron por todos los mares de la tierra y
aun llegaron a conocer los bancos perlíferos del Océano indico. Capitanes de
trespuños y goletas, tripulantes en naves de las más varias banderas, a veces
los he visto en bullicios consulados como el de Nueva York mostrando sus
pasaportes poblados de exóticos sellos y contando viajes a Noruega y a
Filipinas, a Nueva Zelanda y al Japón. Con suma decisión y prontitud de
inteligencia tienen una especie de esperanto propio para pasar de uno a otro
barco y a otro idioma. Nunca pierden, sin embargo, su “margariteñismo”,
esencial. Aunque estén trabajando en los muelles de Brooklyn siempre reconocen
los “cuñaos”, y se juntan para preparar un sancocho de pescado a la legendaria
manera de Juangriego y de Porlamar. El culto de la Virgen del Valle, especie de
divinidad maternal y totematica de la isla, los une también en patriotismo
nostálgico. A ella acude el hombre insular cuando parte para sus expediciones
marítimas y a su santuario volverá siempre a pagar la promesa por la buena
navegación y los éxitos y proventos recogidos en el ancho mundo. También como
una madre que admirara el valor y la osadía y perdonase las equivocaciones, a
la Virgen han de contarle hasta las aventuras mas censurables y peligrosas,
como la de los buenos marinos que se convirtieron en agresivos contrabandistas.
Democracia social y humana como acaso
no exista en ninguna otra región del país. El mar compartido, esa como zona
colectiva de pesca y navegación, el linaje solidario de generaciones enteras
que durante años y años hicieron el mismo oficio, la espera jubilosa de los más
plateados cardúmenes abolía en el trabajo y la aventura todo perjuicio de
clases. En pocos sitios como allí el hombre fue hijo de sus obras. Cordial
tuteo y abrazo, riqueza de diminutivos y apodos para reemplazar la severidad de
los nombres propios, parecen romper toda vanagloria y afectuosa comunidad. El
amor a la isla y a su oficio marítimo los unifica a todos. El espíritu de
comunidad rechazara al abusivo y demasiado egoísta Discutirán por tal o cual
caudillo o principio político, pero hay una tregua y fraternidad cuando la olla
esta humeando el sancocho, cuando las campanitas del Valle a través de los
locales y los cerros, en la brisa yodada del amanecer, convocan a la gran
fiesta anual de la Virgen. De los sitios mas distantes de Venezuela, de Cabimas
y Caracas, de Barquisimeto y Ciudad Bolívar acuden entonces los peregrinos con
sus velas y sus ofrendas a contar a la gran madre la humilde, entusiasta o
heroica peripecia de sus vidas. A la sombra de la ceiba y el cotoperiz están
encontrándose y abrazándose, antes de embarcarse de nuevo, esos Chencos y
Juanes, Petras y Josefas que dispersos en toda la Patria han de consagrarse una
vez al año en inolvidable vinculo de suelo y sangre. La perla, el sombrero de
paja y la botellita de fragante “ponsigué” con que regresan serán a la
distancia los mas evocativos talismanes de Margarita.
Los sociólogos tendrían mucho que
meditar y definir en esa tierra encantada. Ciertas formas de producción
determinan allí una estructura social especifica. El tren de pesca cuya fina
hilazòn tejen las mujeres: Penélopes, impone una especie de propiedad
comunitaria, ya que familias enteras, amigos y allegados deben asociarse en los
implementos y la complicada faena. Los ojos, casi mágicos, de los vigías
atisban desde una colina o eminencia del litoral el paso rápidos y saltarín de
los cardúmenes. La voz del vigía anuncia desde la concha acústica de su caracol
salvaje el momento de comenzar la maniobra. Una tribu compacta de hombres,
mujeres y niños se integra en la faena. El mar es de quien lo trabaja. Es mas
igualitario y premia al esforzado con mayor ecuanimidad que la tierra. Tornan
ya las redes pletóricas, tiradas por brazos hercúleos, con su brincadora
cosecha de peces vivos. Y en el campamento playero, como en una escena bíblica,
acontece el reparto de los bienes. Hasta el mocosuelo de siete años, aprendiz
de lobo de mar, que también asió su pedazo de cordel, tendrá participación en
el botín. En tantas horas de comunión en el Océano, toda existencia individual
sobra, porque todo se funde en el impulso de la comunidad. Hay una espontánea y
vital división del trabajo, distinto de aquel riguroso sistema mecánico que ha
debido imponer el industrialismo moderno. Y del mismo modo una cultura
tradicional de canciones, danzas y leyendas parece transmitirse en el cotidiano
coloquio de hombres y mujeres, de niños y ancianos y cuando a la sombra del
rancho la familia entera desconcha las ostras de cuya encantada cavidad azul
brota la perla como una princesa cautiva. Danzas de tanta gracia mímica como la
del “Caribe” estilizan y llevan a un plano místico la gran faena tribal: y con
aires del siglo XVI español alegremente modificados por la fantasía mestiza,
como el “polo”, canta el margariteño su gesta y su viril humorismo. Aquí hay demasiada
luz y mar amistoso para sumirse en la melancolía y el menosprecio del mundo.
Cada casita blanca próxima a la playa parece otro velero más, dispuesto z
partir a la conquista de la fortuna.
Hoy la industria y la tecnología
comienza a transformar un poco as condiciones ancestrales del “hábitat” isleño.
Se enlata el pescado, que ya compite en Colombia y en las Antillas con las
mejores marcas del mundo. Hay ya fabricas y comercio regidos por el tiempo mecánico,
diverso del profundo tiempo cósmico que antes señalo las horas de ensoñación y
faena del pueblo margariteño. El turismo es otra industria inicial que empieza
e erguir hoteles para que los visitantes del continente se solacen en los
colores de la Arestinga, disfruten las olas y los crepúsculos de El Tirano y de
Juan Griego o miren desde los patinados torreones de los castillos la verdura
del valle y el yodado pecho guaiquerì de las montañas.
Margarita seguirá siendo una perla
encantada de la patria en cuyo oriente se refracta con la gracia y tónico vigor
del paisaje la luz de una extraordinaria historia: la de Francisco Fajardo y el
tirano Aguirre; la de Arismendi y los héroes de Matasiete; la inagotable gesta
de sus hombres de mares, por excelencia, entre todas las venezolanas una
comarca fundadora.
ESE ES EL ENSAYO COMPLETO?
ResponderBorrarTengo Dudas, es ese en verdad, ¿el ensayo de Mariano Picón Salas?
ResponderBorrarsi
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