Estrellavision

martes, 13 de febrero de 2018

Leyenda y Color de Margarita

El siena de algunas tierras esperando el agua pluvial: los cerros duros, de vegetación espinosa, coronados de piedras y cardos como guerreros guaiqueries y, por contaste, la suma dulzura y verdor de otros valles-oasis (San Juan, el Espíritu Santo), con sus cocales, lechosos  y nísperos y su muy florido pañuelo de frutos menores; el mosaico liquido de la A restinga, aladinesco brazo de mar donde la vegetación, el agua y la luz ensayan todos los colores, y el mar, siempre el mar cabrilleante, vestido cada día de nuevas turquesas y cobaltos, fijan la variedad y policromía de Margarita entre todas las regiones venezolanas. Tan extraordinario microcosmos geográfico se llamo así porque era un viajo nombre hispánico para las perlas y porque la primera ocupación del territorio insular coincidió con las solemnes bodas de la princesa Margarita de Austria, hipotética heredera del milenario y fabuloso imperio de Carlomagno, con el príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos. La bella princesa, educada en la suntuosa Flandes, agregaba a los brocados y encajes de su ajuar aquellas “Margaritas” enormes, de tan pulido y espejeante oriente que llevaron a Sevilla las naos de Pedro Alonso Niño y de Cristóbal Guerra. Era época de sorpresas y maravillamientos “Grandes nuevas se publican por España y Portugal”, decía el deleitoso romancero del siglo XVI, y entre otras cosas que a la inmensa joyería cósmica de la corona española se agregaba esta irisada perla indiana el mar pintor y escultor modelo los más brillantes nácares.

       Duro rescate de perlas de aquellos agiles indios que en sus delgados cayucos salieron ya al encuentro de don Cristóbal Colon, cuando buscaba bajo los primeros cielos y aires de Venezuela el sitio balsámico en que debió localizarse el Paraíso terrenal, es la obertura histórica de Margarita. Disputa la isla con su vecina Cubagua la primicia de un dorado perlífero. Muchos de los aventureros españoles— que antes de la conquista de México se aburrían en Santo Domingo u otras Antillas engordando cerdos y preparando casabe para las expediciones de rescate—vienen a Margarita, donde, según la expresión popular, las perlas brotaban como garbanzos. ¡Y cuanta joya margariteña decoro los rojos y negros terciopelos de la nobleza; las grandes arracadas de aquel linaje de armiños y coronas, de principados, ducados, archiducados y virreinatos: Flandes! Lombardía, Borgoña, Austria, Nápoles, Alemania, Satélites del imperio de Calos V!

       Pero el margariteño, el gualqueri—nombre de la raza aborigen— no era precisamente un indio triste, sumiso y ensimismado como el de otras tierras americanas. Sus músculos estaban impregnados de yodo; sus piernas andaban mas agiles que sus remos. De sus abuelos caribes habían aprendido el manejo de dos instrumentos de dominio como la flecha y la canoa. Ya Colon —apresurado turista que pasa por esa costa— encomia la belleza y vigor de los cuerpos y hasta la tez, que parecía mas clara que en otras partes de Indias. Hacia 1530, Marcelo de Villalobos, oidor de la isla española, levanta en Margarita la primera fortaleza y poco tiempo después la iglesia franciscana que, profanada por los tiempos, aun yergue sus contrafuertes y medieval espadaña sobre tortuosas callejuelas de La Asunción. El trabajo de la pesca de perlas hecha por los indios bajo el látigo de broncos mayorales españoles era singularmente cruel, y Bartolomé de las casas dejo sobre ella una estampa patética en su Historia de Indias. “Llevan los —dice el buen fraile— en canoas que son unos barquillos y va con ellos un verdugo que los manda, Llegados a la mar alta, a tres y cuatro estadios de hondo, mandan que se echen al agua; zambullese y van hasta el suelo y allí cogen las ostras que tienen perlas e hinchan de ellas una redecilla que llevan ceñido, y con ellas o sin ellas suben arriba a resollar. Si tardan en resollar darles priesa el verdugo que se torne a zambullir, y a las veces les dan de varazos. Están en esto todo el dia desde que sale el sol hasta que te pone. La comida es algún pescado y el que tienen las mismas ostras donde están las perlas, y el pan casabe y el hecho de maíz. Las camas que les dan a la noche son el suelo con unas hojas o hierbas, y los pies en el cepo para que no se les vayan. Algunas veces se zambullen y no tornan jamás y por no poder resollar, o porque algunas bestias marinas los matan o tragan”. Es decir, las perlas que habían sido para los indios sencilla diversión suntuaria se les trueca en esclavitud económica cuando adelantados y tratantes deben abastecer con esos nacares del Nuevo Mundo la creciente exigencia de lujo y comercio de la Europa renacentista. Y las mujeres de Tiziano y de Rubens, venecianas y flamencas, y las princesas de Van Dyck llevan por eso collares y gargantillas cuyo roció y espuma congelada lo extrajeron de su estuche de meleagrina los angustiados indígenas de que habla el padre Las Casas.
      

       Pero también los españoles —como lo cuenta su enorme cronicón rimado Juan de Castellanos—habrán de sentir la belleza y apacible regazo de los valles tibios donde la fruta tropical es tan fresca y acendra tan maravilloso azúcar. Después de la inicial tarea de despojo, el conquistador comienza a ser conquistado por la tierra. Del gran cuadro de guerras, aventuras y expediciones de Juan de Castellanos surgen unas páginas idílicas en que cuenta los años de paz, jubilosos coloquios y canciones de los vecinos de Margarita antes de que viniera a desconcertarlos la diabólica aparición del tirano Aguirre. Entre los pobladores había poetas y vihuelistas como Bartolomé Fernández de Virues, Jorge de Herrera, Fernán Mateos y Diego Miranda que entretienen sus reuniones campestres evocando los romances y villancicos de España e improvisando otros:

                          Pasaban, pues la vida dulcemente
                                                    todos estos soldados y vecinos
                                                    donde la fresca sombra y dulce frente
                                                    al corriente licor abre camino.

                                                     En el van San Juan principalmente
                                                     Eran los regocijos más continos
                                                     Y a sombra de la ceiba deleitosa
                                                     Admirable de grande y hermosa.

     La boca adolescente de Juan de Castellanos se solaza en su libro con los sabores nuevos del trópico margariteño. Antes de Andrés Bello y los poetas nativistas encomio las guanábanas, anones, piñas, cotoperises, pitahayas, guayabas y mameyes que ofrecían sus vallecitos y oasis. Y con el elogio a los peces del Caribe hecho ya por Fernández de Oviedo y Bartolomé de las Casa, parece completarse aquella cornucopia de bienes naturales, aquella “mesa de reyes” que hallaba en el apacible territorio insular el soldado-poeta.
     También había en la raza —en el canoero y flechero guaiquerì y en el mestizo— un ímpetu creador, un gusto del riesgo, la acción y la aventura que fija muy tempranamente la psicología del margariteño entre todas las comunidades venezolanas. De soldado español y cacica indígena había nacido en plena conquista aquel primer gran caudillo mestizo que se llamo Francisco Fajardo. Pudo convertirse, mas que los gobernadores provistos de Reales Cedulas que enviaron Carlos V y Felipe II, en verdadero arbitro de la tierra, si no le asesinara con engaño y alevosía el cruel Alonso Cobos. En sus proezas de guerrero anfibio, de hombre de mar y de tierra firme, de negociador y colonizados, en el sutil calculo e inteligencia con que este jefe genial asciende de su menospreciada condición a imponer sus puntos de vista a las autoridades peninsulares, se ejemplariza ya las mas viriles virtudes venezolanas y margariteñas. Con tres siglos de anticipación parece Fajardo un precursor de los héroes de Matasiete de los invencioneros, veloces y osadísimos “neo-espartanos” que burlan a la empavesada flota de Morillo y a los veteranos ejércitos de Bailen.
      Junto al hombre, en paz y en guerra, comparece también la ternura y energía de la mujer margariteña. Al lado de Fajardo estarán siempre los consejos y hábil diplomacia de su madre, la cacica Isabel Charayma, como el heroísmo casi infernal de Arismendi se completa y sublima en la estoica resistencia de Luisa Cáceres. Nunca hubo en Margarita sitio para la mujer indolente y ociosa. Como singular supervivencia de quien sabe que matriarcado prehistórico, cuando el hombre margariteño rapta a la hembra, acude, para santificar las nupcias, a pedir que su madre bendiga la compañera, en ceremonia que suela preceder a la del matrimonio eclesiástico. Y la misma mano maternal se yergue para desear buenos augurios a la goleta que se lanza al Océano y al grupo de muchachos esforzados a quienes la alta densidad demográfica de la isla y la esperanza de mejor fortuna envían a trabajar y poblar en las húmedas tierras del Delta del Orinoco o en las petroleras del Zulia y del Oriente.

        Semejantes a aquellos griegos de las islas, de safiadores —como decían las inscripciones egipcias— de la “gran verde”, los margariteños expedicionan, pueblan y colonizan en todos los rincones de Venezuela. Hubo algunos que después de servir de buzos en la costa colombiana y en Manta, Ecuador, navegaron por todos los mares de la tierra y aun llegaron a conocer los bancos perlíferos del Océano indico. Capitanes de trespuños y goletas, tripulantes en naves de las más varias banderas, a veces los he visto en bullicios consulados como el de Nueva York mostrando sus pasaportes poblados de exóticos sellos y contando viajes a Noruega y a Filipinas, a Nueva Zelanda y al Japón. Con suma decisión y prontitud de inteligencia tienen una especie de esperanto propio para pasar de uno a otro barco y a otro idioma. Nunca pierden, sin embargo, su “margariteñismo”, esencial. Aunque estén trabajando en los muelles de Brooklyn siempre reconocen los “cuñaos”, y se juntan para preparar un sancocho de pescado a la legendaria manera de Juangriego y de Porlamar. El culto de la Virgen del Valle, especie de divinidad maternal y totematica de la isla, los une también en patriotismo nostálgico. A ella acude el hombre insular cuando parte para sus expediciones marítimas y a su santuario volverá siempre a pagar la promesa por la buena navegación y los éxitos y proventos recogidos en el ancho mundo. También como una madre que admirara el valor y la osadía y perdonase las equivocaciones, a la Virgen han de contarle hasta las aventuras mas censurables y peligrosas, como la de los buenos marinos que se convirtieron en agresivos contrabandistas.

          Democracia social y humana como acaso no exista en ninguna otra región del país. El mar compartido, esa como zona colectiva de pesca y navegación, el linaje solidario de generaciones enteras que durante años y años hicieron el mismo oficio, la espera jubilosa de los más plateados cardúmenes abolía en el trabajo y la aventura todo perjuicio de clases. En pocos sitios como allí el hombre fue hijo de sus obras. Cordial tuteo y abrazo, riqueza de diminutivos y apodos para reemplazar la severidad de los nombres propios, parecen romper toda vanagloria y afectuosa comunidad. El amor a la isla y a su oficio marítimo los unifica a todos. El espíritu de comunidad rechazara al abusivo y demasiado egoísta Discutirán por tal o cual caudillo o principio político, pero hay una tregua y fraternidad cuando la olla esta humeando el sancocho, cuando las campanitas del Valle a través de los locales y los cerros, en la brisa yodada del amanecer, convocan a la gran fiesta anual de la Virgen. De los sitios mas distantes de Venezuela, de Cabimas y Caracas, de Barquisimeto y Ciudad Bolívar acuden entonces los peregrinos con sus velas y sus ofrendas a contar a la gran madre la humilde, entusiasta o heroica peripecia de sus vidas. A la sombra de la ceiba y el cotoperiz están encontrándose y abrazándose, antes de embarcarse de nuevo, esos Chencos y Juanes, Petras y Josefas que dispersos en toda la Patria han de consagrarse una vez al año en inolvidable vinculo de suelo y sangre. La perla, el sombrero de paja y la botellita de fragante “ponsigué” con que regresan serán a la distancia los mas evocativos talismanes de Margarita.

        Los sociólogos tendrían mucho que meditar y definir en esa tierra encantada. Ciertas formas de producción determinan allí una estructura social especifica. El tren de pesca cuya fina hilazòn tejen las mujeres: Penélopes, impone una especie de propiedad comunitaria, ya que familias enteras, amigos y allegados deben asociarse en los implementos y la complicada faena. Los ojos, casi mágicos, de los vigías atisban desde una colina o eminencia del litoral el paso rápidos y saltarín de los cardúmenes. La voz del vigía anuncia desde la concha acústica de su caracol salvaje el momento de comenzar la maniobra. Una tribu compacta de hombres, mujeres y niños se integra en la faena. El mar es de quien lo trabaja. Es mas igualitario y premia al esforzado con mayor ecuanimidad que la tierra. Tornan ya las redes pletóricas, tiradas por brazos hercúleos, con su brincadora cosecha de peces vivos. Y en el campamento playero, como en una escena bíblica, acontece el reparto de los bienes. Hasta el mocosuelo de siete años, aprendiz de lobo de mar, que también asió su pedazo de cordel, tendrá participación en el botín. En tantas horas de comunión en el Océano, toda existencia individual sobra, porque todo se funde en el impulso de la comunidad. Hay una espontánea y vital división del trabajo, distinto de aquel riguroso sistema mecánico que ha debido imponer el industrialismo moderno. Y del mismo modo una cultura tradicional de canciones, danzas y leyendas parece transmitirse en el cotidiano coloquio de hombres y mujeres, de niños y ancianos y cuando a la sombra del rancho la familia entera desconcha las ostras de cuya encantada cavidad azul brota la perla como una princesa cautiva. Danzas de tanta gracia mímica como la del “Caribe” estilizan y llevan a un plano místico la gran faena tribal: y con aires del siglo XVI español alegremente modificados por la fantasía mestiza, como el “polo”, canta el margariteño su gesta y su viril humorismo. Aquí hay demasiada luz y mar amistoso para sumirse en la melancolía y el menosprecio del mundo. Cada casita blanca próxima a la playa parece otro velero más, dispuesto z partir a la conquista de la fortuna.


        Hoy la industria y la tecnología comienza a transformar un poco as condiciones ancestrales del “hábitat” isleño. Se enlata el pescado, que ya compite en Colombia y en las Antillas con las mejores marcas del mundo. Hay ya fabricas y comercio regidos por el tiempo mecánico, diverso del profundo tiempo cósmico que antes señalo las horas de ensoñación y faena del pueblo margariteño. El turismo es otra industria inicial que empieza e erguir hoteles para que los visitantes del continente se solacen en los colores de la Arestinga, disfruten las olas y los crepúsculos de El Tirano y de Juan Griego o miren desde los patinados torreones de los castillos la verdura del valle y el yodado pecho guaiquerì de las montañas.

         Margarita seguirá siendo una perla encantada de la patria en cuyo oriente se refracta con la gracia y tónico vigor del paisaje la luz de una extraordinaria historia: la de Francisco Fajardo y el tirano Aguirre; la de Arismendi y los héroes de Matasiete; la inagotable gesta de sus hombres de mares, por excelencia, entre todas las venezolanas una comarca fundadora.

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